jueves, 25 de julio de 2013

Todos los caminos llevan a Roma, pero tan sólo unos pocos llevan al Amor. Una de las vías que llevan a tal Altísimo objetivo es el Camino de Santiago, que exige del peregrino una gran preparación física y, sobre todo, espiritual.

Comencé mi peregrinación diez días atrás junto a mi acompañante de viaje, de camino y de vida; inconscientes aún de la cruz que se nos venía encima. Llegamos a nuestro alojamiento en el Seminario de Pamplona, en donde se me presentó la primera dificultad del camino, el ascenso del pesado equipaje por las eternas escaleras.

 Cual curiosa metáfora del camino, los primeros escalones llenaban de ilusiones y posibilidades mientras que la frustración y el agotamiento te superaban durante los escalones del piso intermedio. Era entonces cuando tu cuerpo pedía un apoyo externo y tu lado izquierdo se ayudaba de la agradecida barandilla. Su acertado diseño contaba con cruces en hierro equiespaciadas a lo largo de la misma que servían de apoyo cuando el peso a nuestras espaldas era demasiado para nuestro limitado poder. Escalón tras escalón, la fuerza crecía en mi interior, dándome fuerzas para llegar un poco más alto y acercarme más y más a mi ansiada meta. Por fin, tras mucho esfuerzo, finalicé una de las etapas del Camino. 

La Cruz, elemento reiterativo durante esta semana, me ha recordado en cada doloroso paso a un gran hombre que 2000 años atrás aguantó el mayor de los martirios. Con este símbolo en mente he sido capaz de superarme a mí misma día tras día, aun cuando inicialmente las tentaciones de abandonar eran crecientes. Todos somos peregrinos por el Camino de la Vida, todos llevamos una Cruz a nuestras espaldas y todos podemos compartirla con aquel que nos guíe hasta tal preciada meta.

A 25 de julio, San Santiago Apóstol.

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